Encuentro en prisión con un caníbal: los
laberintos de Gumaro de Dios
Sin el menor remordimiento,
reconoce el crimen
Alejandro Almazán/ La Revista
Playa del Carmen, QR. Tengo enfrente a Gumaro
de Dios, un joven de 26 años que apenas en diciembre pasado asesinó y
devoró a dentelladas a un ser humano.
No todos los días uno puede verle el rostro a un
caníbal.
Su cara está reventada por las cicatrices de la
viruela. Sus dientes, manchados por la nicotina, son macizos como las
brocas. En sus ojos, de negro intenso, redondos como los de un mono, el
tiempo se extravía; mira con una elocuencia tan profunda que parece
fijar la vista en uno para siempre.
Y su voz es áspera, arrastra las vocales, seguramente
por el desuso, pues ningún reo de esta cárcel le dirige la palabra, aun
cuando muchos de los prisioneros son, hasta la raíz de los cabellos, tan
homicidas como Gumaro.
Sólo habría que observarlo en esta especie de jaula
en que se convierten los locutorios: de extremo a extremo, detenido,
pero en movimiento como una bestia atrapada. En otras palabras: Gumaro
atraviesa por el trance de la abstinencia. Qué difícil ha de ser para
alguien que desde los 12 años supo lo que era dinamitarse el cerebro con
crack. Quizá por eso aspira larga y profundamente, a todo lo que
dan sus pulmones, el cigarro, como si con cada bocanada la ansiedad se
hiciera pequeña.
Imaginaba a Gumaro como un hombre de poderosa
inteligencia, parecido al doctor Hannibal Lecter, ese famoso siquiatra
de novela negra al que el escritor Thomas Harris le arrancó la humanidad
y lo convirtió en un auténtico desafío al sentido común.
Gumaro es un hombre excesivamente complicado para
analizarlo mediante parámetros aplicados a la gente común. Pero que no
haya terminado la secundaria, que proceda de una generación de chontales
tabasqueños iletrados y que haya inmolado con drogas lo poco aprendido
en la escuela, hace que uno tenga enfrente a un personaje al que lo
único que le regocija es alimentarse del dolor de los otros.
Supuse, también, que estaría esposado o con una
camisa de fuerza y, si no con una máscara de jugador de hockey, sí al
menos con un bozal.
Pero la cárcel municipal de Playa del Carmen, perdida
en la selva tropical quintanarroense, parece más de mera utilería, de
juguete. Por eso Gumaro puede andar por toda la penitenciaría exhibiendo
sus fornidos 1.65 metros envueltos en esos pantalones cortos de pescador
y playera caqui, los mismos harapos con lo que fue arrestado en un
paraje de Xcalacocos, el 14 de diciembre de 2004.
Y por eso uno se acobarda cuando el custodio cierra
la puerta de los locutorios y traba el pasador. Se siente como si un
ventarrón golpeara la espalda.
Tengo enfrente a Gumaro. El sol cae a la mitad de la
jaula en un corte oblicuo, y sólo una pequeña barda que sostiene cinco
barrotes nos separa.
“No te preocupes, anda muy tranquilo”, me había dicho
el director del penal, René Torres, antes de entrar. Y sí: conforme van
transcurriendo las horas, la peligrosidad de Gumaro se distorsiona, se
reduce.
“Sólo su sudor es el que huele a asesino”, me
advirtió don René mostrando su maltrecha dentadura.
Quién sabe si los homicidas, y en el caso de Gumaro
también violador, exhalen un sudor que asemeja el olor del petróleo. Lo
cierto es que las manos de Gumaro están sucias y pegajosas como si
fueran de chapopote.
—¿Y de qué quieres hablar con un asesino que es un
hijo de la chingada? —dice Gumaro, sacudiendo su cabeza como lo hacen
los perros de caza—. La prensa sólo busca el escándalo.
—Quizá es una curiosidad malsana, pero quiero saber
hace cuánto ya no eres un ser humano...
Gumaro se ríe como un niño travieso, pero con la
mirada muerta. Después de apagar el cigarrillo abre esa bocaza con la
que se tragó al joven con quien mantenía relaciones sexuales, y cuya
identidad aún es un acertijo:
—Primero, hazme un favor —dice en tono suplicante.
—Si está a mi alcance, sí.
—Diles que me envíen a La Palma.
—¿Y para qué quieres ir allá?
—Es que aquí no me hallo, está muy chiquito, y allá
quiero ser el rey del penal. En una de esas allá me como a un cabrón.
¿Les dirás? —recalca en un tono ligeramente altanero.
¿Quién bautizó a este pedazo de maldad como Gumaro de
Dios? Dejémoslo en Gumaro, porque de Dios no tiene pizca alguna.
Cuando termina su sugerencia, se toca la rala barba
con los dedos y dice:
—Anota, pues. Pero debe quedar muy claro que no tengo
ningún arrepentimiento, porque la cabeza no me funciona bien.
*****
Nadie sabe a ciencia cierta por qué los caníbales se
vuelven caníbales.
Los artículos especializados dicen que el canibalismo
tiene varias motivaciones: un significado religioso, o por razones de
sobrevivencia, o por un ritual que permite absorber los rasgos más
destacados de la víctima, o por perversiones sado-sexuales, o por
eliminar el cuerpo del asesinado.
Como quien dice: la pelota rueda porque es redonda y
es redonda porque rueda. Y de todas maneras, los textos suelen terminar
diciendo que nadie sabe por qué los caníbales se vuelven caníbales.
Antropófagos, los llaman clínicamente.
El canibalismo ha existido siempre y no se encuentra
confinado a zonas remotas: Karl Grossmann azotó a los habitantes de
Berlín de 1913 a 1921; Ed Gein, un granjero de Wisconsin que conservó el
cuerpo de su madre muchos años después de muerta, destazó a tantas
mujeres que perdió la cuenta; Jean-Bedel Bokassa, emperador de África
Central destronado en 1987, fue acusado de practicar el canibalismo
durante 13 años.
Y aquí, a espaldas de la Riviera Maya donde los
europeos y los estadunidenses absorben todo lo que el Caribe ofrece,
está Gumaro, un joven que cuando fue detenido mantuvo su pulso sin
alteración: 85. Los sicólogos que lo valoran suponen que tenía ese mismo
número de latidos cuando se tragó a su amante.
“Yo pensé que si me lo comía —dice Gumaro con esa
mirada que zumba— iba a comerme su poder”.
—¿Cuál?
—Él sabía pegar muy bien el tabique, utilizaba bien
chingón la cuchara, y yo quería ser un albañil de poca madre.
*****
Gumaro nació el 7 de abril de 1978, el día de San
Juan Bautista. Hubiese preferido llamarse Bagdel —un nombre que hace
poco arrancó de entre sus alucinaciones—, pero el abuelo materno impuso
su dinastía en el primer nieto.
A los seis o siete años de edad —a Gumaro se le
dificulta recordarlo—, un fortachón primo suyo lo violó. Desde entonces,
supone, le atrajo la bisexualidad. Jugaba a las muñecas, pero también se
creía pistolero. “Soy un chico malo, soy una mala mujer”, se definió
Gumaro cuando me saludó.
El joven, perezoso para la siembra y más bien poco
inteligente, fue enviado al ejército a los 14 años en un intento paterno
por endurecer a un muchacho que, o se la pasaba drogado o besaba tanto a
mujeres como varones de la ranchería Azucena, en Cárdenas, Tabasco. A
sus padres, Candelario de Dios y Ana Arias, les sacaba de quicio que el
hijo mayor de los 11 que parieron fuera “el mismísimo diablo”.
Un día se peleó con un subteniente y lo enviaron a un
apando, arrestado. “Cuando salí, quise vengarme y entonces me lo topé”,
cuenta Gumaro. El resto demuestra su alma dura y lo que aprendió cuando
mataba cerdos con su padre: lo apuñaló quirúrgicamente en el tórax y en
las piernas. “Quién sabe si se murió, yo salí huyendo del ejército”.
Para cuando regresó a la ranchería Azucena, Gumaro ya
era un consumidor constante de mariguana, su nariz era un tubo aspirador
de los cristales de la cocaína, sus venas ya sabían lo que eran los
estallidos de la heroína y su boca ya tenía la costumbre de inhalar
solventes. En resumidas cuentas: era un zombi.
Uno de esos días abusó sexualmente de su sobrino,
quien apenas aprendía a caminar. Aunque el niño enfermó, la familia no
supo nada del ultraje hasta una noche en que Gumaro llegó a la casa de
madera, embriagado, con la playera hecha jirones.
—¿Qué te pasó? —le preguntaron.
—Me acabo de coger a una monja, y pues se puso
agresiva.
“Luego les conté lo del sobrino”, murmura Gumaro,
encogido en hombros, como si quisiese ocultar aún aquel disparate. “¿Y
qué crees que pasó? Me insultaron, me corrieron los cabrones”.
Con esas costumbres, tarde o temprano Gumaro iba a
caer preso. Y así fue:
En 2000 fue llevado al penal de Cárdenas. Gumaro
creyó que había sido arrestado por violación, pero luego supo que el
año, seis meses y nueve días a los que fue sentenciado eran sólo por el
robo de una grabadora y cinco camisas de lino.
Una vez que abandonó la cárcel, y para evitarse
problemas con su familia —la que nunca lo denunció, pero tampoco lo
visitó en la prisión— Gumaro pensó que ya no era suficiente jugar al
diablo en Cárdenas. Así que se marchó y llegó a Chetumal.
—Creo que de nadien es la culpa que esté medio
loco —dice Gumaro, rascándose con desesperación el lóbulo de la oreja
derecha.
De nadie. Por lo que escuché de él, ni del destino,
ni de la suerte, ni de la pinche vida. De nadien.
*****
La primera vez que Gumaro asesinó a una persona fue
hace un año. Hoy lo recuerda, indolente:
—El tipo me jugó bronca. Traía un machete y me
retaba. Lo dejé que se cansara de gritar. Luego, cuando se apendejó, le
quité el machete y madres, que lo empiezo a cortar como pescadito. Vi
cómo se desangró. Ahí lo dejé y me largué. Ese día en la noche se me
apareció su espíritu. Yo le dije a mi Dios Jehová que me ayudara a ya no
oír. Pero todavía lo escucho.
Aquello sucedió a principios de 2004. Fue en Mahajual,
una zona maya cara al mar que está a unos 150 kilómetros de Chetumal. De
ahí, Gumaro se trasladó a El Petén, un pueblo entre México y Belice,
donde vivió algún tiempo en una obra en construcción.
En ese lugar conoció a un viejo brujo maya, al que
Gumaro le dice El Sabio, y a quien le hizo la promesa de asesinar
a tres personas, una promesa de la que Gumaro hablará más adelante.
También en El Petén se encontró al joven que
terminaría comiéndose. A ese sujeto Gumaro lo llama simplemente
Guacho, porque era militar; un hombre, igual que él, a la deriva; un
hombre al que algunos medios locales le asignaron una supuesta
identidad: Raúl González El Compinche, de 19 años. Pero hasta la
fecha las autoridades ignoran quién diablos era aquel destrozo humano,
el cual había emigrado con Gumaro a una palapa cien metros adentro del
kilómetro 216 de la carretera Chetumal-Playa del Carmen. Ahí se lo
tragó.
Y de aquel tipo que le jugó bronca y macheteó, la
policía apenas se está enterando.
*****
Gumaro utilizó mil 273 palabras para confesar su
canibalismo ante el Ministerio Público Gerardo Peña. Mil 273 palabras
extraídas de un libro negro. Mil 273 palabras sin embozo alguno y todos
los detalles.
“Le seguí pegando. Cuando estaba desmayado lo colgué.
Estaba sangrando. Cuando despertó le pedí mis 500 pesos, otra vez, pero
me dijo que se los había gastado en crack. Por eso le pegué con
un bloc en la cabeza. Ahí me ganó la curiosidad de comérmelo”, declaró
Gumaro.
El asesinato de El Guacho —entre las siete y
las ocho de la noche del 10 de diciembre de 2004, determinaron los
patólogos— tiene sus orígenes semanas atrás.
Por lo que cuenta Gumaro, algo le estaba oprimiendo
el pecho, cuando una noche llegó El Sabio, aquel brujo maya
desdentado. Según Gumaro, el viejo chaman —hmèen, se dice en
maya— le dijo que ese dolor era la ansiedad atorada, y que para
expulsarla debía de rezarle a la naturaleza, escucharla y aceptar lo que
le pedía.
—Y yo oí que la naturaleza quería que matara a tres
personas —divaga Gumaro—. Y como ya había matado a aquel cabrón a
machetazos, pues no se me hizo difícil.
La versión de Gumaro cuenta que el chamán le dijo que
iba a quedar liberado. Además de eso, le ofreció un bono especial: le
daría mucho dinero, le atraería mujeres y hombres para su desenfreno, y
lo llevaría a Cancún a los antros de moda para que se embriagara hasta
desplomarse.
—¿Y por qué le creíste al chaman? —le pregunté a este
anti Dios maltrecho.
—Pues es lo que no entiendo. No sé si fue por
codicia.
Los profesionales que han estudiado a estos monstruos
de la vida real dicen que un asesino ansía lo que ve a diario. Y Gumaro,
por sus declaraciones, anhelaba ser El Guacho, un tipo bisexual
que algunas veces la hizo de latin lover con solteronas europeas.
*****
Los agentes del Grupo Jabalí han visto muchas
muertes. Pero observar lo que yacía ante sus pies, el cadáver de El
Guacho, ha sido lo peor.
El agente Alejandro Díaz describió de la siguiente
manera la escena cuando descubrieron a Gumaro, dormido, al lado del
cuerpo, adentro de una palapa de techo de cartón y malla de alambre:
“En el piso yacía un pectoral hasta el abdomen, en
estado de descomposición. Ya no tenía vísceras, presumiblemente fueron
arrancadas por la espátula ensangrentada que estaba a un lado. Los pies
estaban cortados hasta los tobillos. A los brazos se les había arrancado
la piel y las manos tenían escoriaciones; seguro el muerto fue colgado o
amarrado con fuerza. Sobre la parrilla había una olla de aluminio con
algo que se parecía a unas costillas cocidas y a un corazón”.
Esos eran los despojos de El Guacho.
El Guacho, según Gumaro, había pertenecido al
31 Batallón de Infantería. Supuestamente abandonó al ejército por
robarse un arma. En el brazo izquierdo se tatuó el nombre de una mujer,
pero Gumaro le arrancó ese pedazo y ya ni siquiera recuerda lo que decía
el grabado de tinta china.
Hacía meses que sostenían relaciones sexuales. Vivían
en esa palapa abandonada, levantada al lado de un basurero. Sorteaban el
día robando casas en Playa del Carmen o enamorando al turismo gay.
Aquel 10 de diciembre de 2004 tenían otro encuentro
carnal aderezado con solventes, cuando Gumaro se acordó que El Guacho
le debía 500 pesos. E, intempestivamente, tomó un cable y le descargó
una sucesión de golpes.
Cuando lo colgó, El Guacho tuvo la certeza de
que iba a morir.
Recuerdo bien lo que leí en las declaraciones
ministeriales y lo que me contó Gumaro de aquel día:
El amasijo de carne que sobresalía del cuello y que
no parecía una cabeza cuando Gumaro lo aplastó con un bloc de concreto.
El estómago raspado por la espátula y Gumaro pensando: “¿Será un rico
asado?”
El caníbal friendo unas tortillas con la grasa de las
vísceras. Gumaro cortando una pierna al cadáver y poniéndola a coser con
chile habanero, limón y cebolla. Gumaro mordisqueando tiras de carne
cruda. Los huesos aserrados.
“Fue que se me ocurrió sacarle todo lo de adentro: el
corazón, el bofe, las costillas. Estaba bien rico, sabía a borrego, por
eso me comí el riñón. Sólo dejé los pellejos porque estaban correosos”,
declaró Gumaro, riéndose de su proeza.
Las moscas tenían un festín sobre una costilla y por
eso Gumaro no se la comió, le dio asco.
Entonces llegó la policía. Un joven apodado La
Parca había pasado por aquella palapa. En lugar de aceptarle a
Gumaro un pedazo de carne, corrió y corrió hasta toparse con una
patrulla.
—Deseo manifestar que la verdad no me da miedo que me
hayan arrestado por este muertito. Se lo pedía a mi Dios padre Jehová,
ya debo muchas —finalizó Gumaro su declaración ministerial.
*****
El mundo interior de Gumaro posee muchos sonidos.
En las noches dice que la oscuridad le hormiguea
entre sus párpados, y que entre su sueño agitado escucha lloriqueos.
—Nada más oigo: “Chi, chi, chi...” Por eso quiero que
me lleven a un siquiatra, eso es lo que quiere mi cabeza —gime en tono
ronco.
Gumaro no para de decir que es un “sicópata puro”,
aunque no sepa a ciencia cierta qué es un sicópata. Pero los que saben
de esto, como Robert Reesler, ex jefe de la Unidad de Ciencias del
Comportamiento Criminal del FBI, e inspirador de El silencio de los
inocentes, creen que un hombre podría comer carne humana y aún así
no padecer sicosis. “El individuo puede cometer actos muy repulsivos y
pese a ello seguir siendo capaz de comprender las cosas, ver lo que lo
rodea”, ha escrito Reesler.
Que Gumaro sea trasladado al siquiatra de Mérida
—Quintana Roo no tiene hospital especializado— o se quede en esta cárcel
dependerá de la evaluación final. Y hasta donde se sabe, los médicos
suponen que Gumaro está en la frontera entre la realidad y la locura.
*****
—Cuando tomo o me drogo se me mete la maldad —dice
Gumaro, quien se ha sentado unos segundos, después de tirar algunos
golpes al aire, creyéndose boxeador—. Por ejemplo, cuando ando briago me
da por querer aventarme sobre un tráiler.
—¿Y cuando estás drogado?
—Me empiezo a hinchar, es cuando se me mete un güero
fornido, ese cabrón es el que me calienta contra los demás.
—¿Y ese güero tiene nombre?
—No mames, estoy medio loco, pero tampoco platico con
él. Nomás se me mete y ya. Entonces le rezo a mi Dios y me vuelvo un
ángel poderoso.
—Ah, ¿sí?
—Sí, Dios quiere que no me muera. Yo digo que voy a
vivir como 150 años más.
—¿Y por qué lo crees?
—Pues es lo que no entiendo, son sólo mensajes que
recibo.
En esas estamos cuando entra un custodio. Es tiempo
de que Gumaro tome su antidepresivo. Si ocurre lo de todos los días,
dentro de un par de horas estará perdidamente dormido, los cinco
reclusos con los que comparte la celda 7 podrán entonces conversar entre
ellos sin ser interrumpidos, y las custodias dejarán de escuchar los
insultos que Gumaro les lanza.
—¿Oye, o será que ya me voy a morir? —pregunta Gumaro.
—¿Por qué?
—Es que siento como que me pasan un machete por los
brazos. ¿Crees que me voy a morir?
—Seguro ocurrirá un día —quisiera decirle más pero
entonces empieza a rezar quién sabe qué y a golpearse en el pecho.
Después de unos segundos me dice:
—¿Sabes que ya vino una hermana a visitarme?
—Sí. ¿Qué te dijo?
—Pues que qué me había pasado, por qué me había
comido a ese güey.
—¿Y qué le contestaste?
—Pues que nada, que así son las cosas de la vida.
—A propósito: le prometiste al chamán tres vidas,
llevas dos. ¿Sigues buscando a la tercera?
—Ya la encontré —dice, levantándose otra vez para
caminar en los seis metros cuadrados de los locutorios—. Es un cabrón
que se siente bien chingón aquí. Nomás lo veo y me hierve la sangre,
compa. Ya con ese me voy a tranquilizar y esperar que El Sabio me
dé lo que me prometió, aunque la verdad —dice acercándose a mi rostro—,
no sé cómo voy a encontrar al Sabio, ni su nombre me dijo.
Luego le diría al director del penal que Gumaro trae
en la mira a un reo.
—¿Y qué señas te dio del preso? —me preguntaría don
René.
—Pues nada más que se siente bien chingón.
—Uy, va a estar difícil: aquí todos se sienten bien
chingones.
*****
He conocido a muchos homicidas, pero creo que nadie
tan perverso como Gumaro.
—Bueno, ya me voy, es que ando medio inquieto, no me
hallo en esta jaula —dice Gumaro, aspirando otro cigarrillo y girando el
cuello para que le truenen las vértebras cervicales—. Pero no me
preguntaste lo más importante: ¿qué siento al matar? ¡Ah!, pues nada, no
se siente nada, es como matar a un pollo.
Gumaro pide entonces que le abran la puerta. Lo veo
irse, como gozando cada pedazo de vida que se le está cayendo. Yo, en
cambio, salgo sintiéndome vacío, como si acabase de donar sangre.
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